A orillas del río Piedra me senté y lloré.
A orillas del río Piedra me senté y lloré.
Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho.
Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté y lloré.
El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí.
En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por ella. Que mis lágrimas corran bien lejos, así olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos, la bruma, los caminos que recorrimos juntos.
Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo conocía.
Me acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que .
un «sí» o un «no» puede cambiar toda nuestra existencia.
Parece que sucedió hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas unos días que quizé reencontrarme con mi amada y la perdí.
A orillas del río Piedra escribí esta historia.
Las manos se me helaban, las piernas se me entumecían a causa del frío y de la postura, y tenía que descansar continuamente.
—Procura vivir.
Deja los recuerdos para los viejos —decía Alguién.
Quizá el amor nos hace envejecer antes de tiempo, y nos vuelve jóvenes cuando pasa la juventud.
Pero ¿cómo no recordar aquellos momentos?
Por eso escribía, para transformar la tristeza en nostalgia, la soledad en recuerdos.
Para que, cuando acabara de contarme a mí misma esta historia, pudiese jugar en el Piedra; eso me había dicho la mujer que me acogió.
Así —recordando las palabras de una santa— las aguas apagarían lo que el fuego escribió.
Todas las historias de amor son iguales.
Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho.
Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté y lloré.
El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí.
En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por ella. Que mis lágrimas corran bien lejos, así olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos, la bruma, los caminos que recorrimos juntos.
Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo conocía.
Me acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que .
un «sí» o un «no» puede cambiar toda nuestra existencia.
Parece que sucedió hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas unos días que quizé reencontrarme con mi amada y la perdí.
A orillas del río Piedra escribí esta historia.
Las manos se me helaban, las piernas se me entumecían a causa del frío y de la postura, y tenía que descansar continuamente.
—Procura vivir.
Deja los recuerdos para los viejos —decía Alguién.
Quizá el amor nos hace envejecer antes de tiempo, y nos vuelve jóvenes cuando pasa la juventud.
Pero ¿cómo no recordar aquellos momentos?
Por eso escribía, para transformar la tristeza en nostalgia, la soledad en recuerdos.
Para que, cuando acabara de contarme a mí misma esta historia, pudiese jugar en el Piedra; eso me había dicho la mujer que me acogió.
Así —recordando las palabras de una santa— las aguas apagarían lo que el fuego escribió.
Todas las historias de amor son iguales.
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