Ave Majestuosa
Era un ave majestuosa, totalmente excepcional, el que la vio puede afirmarlo, carecía de maldad, aunque por momentos era impetuosa queriendo alzar su vuelo hacia el cielo. Sus alas con suave plumaje, encerraba en un misterio al que las tocaba, era tan delicado su aroma a idilio que me mantenía en hipnotizada alegría, su color mantenía vivo el recuerdo de los años pasados y su gemido parecía música de Bethoven con una melodía sostenida. Ella volaba, y me gustaba verla así, tan feliz por el cielo turbado, aunque no se diera cuenta de lo muerto en su costado, bajaba a la orilla a tomar el sol de la mañana, a bañarse en rayos de ilusión y alegría, a esperar con esperanza que llegue el medio día, esperaba sola en medio de nada, esperaba en silencio que llegue su alma, esperaba sin dejar que las olas empañaran su único ideal, el volar.
Ahora sigue en la misma orilla donde por primera vez toque sus alas, en la misma playa donde aborde su aroma, en la misma noche donde escuche su llanto, su suavidad sigue intacta y su frescura embelesa al viento, todo el que la ve no deja de admirarla y yo que siempre la tuve y siempre la observo no dejo de pensar en la bendición que es tenerla, en lo feliz que soy sabiendo que a pesar que vuela sola y en tinieblas, nunca descansa, nunca se rinde y siempre aterriza en la misma orilla para tomar un rayo de ilusión y de alegría, a esperar con esperanza que llegue el medio día...
Entre tanto el ave blanquiazul revoloteaba en el firmamento, misma estrella de la noche negrusca y es que ella no le temía a la oscuridad, porque pareciese que volaba contenta en medio de nada y el simple hecho de ser libre (en cualquier cielo, turbado o no) la hacía verse aún más feliz. La majestuosa ave si duda hermosa entre muchas otras, dejaba rastro por donde iba, encendiendo luz en medio de sombras, alumbrando como el sol...
Fue tan bella, resplandeciente y transparente, nada la atemorizaba, ni la oscura noche, ni el ruidoso trueno, ni el fuerte huracán, siempre salía victoriosa de cada batalla, porque la peleaba con toda su alma, la luchaba aunque estuviera agotada, cálido abrazo sabía dar, sincera palabra solía pronunciar, sus ojos brillaban a la par que mencionaba a su creador, pero un día todo terminó...
La tormenta y el huracán la arrastraron como un papel, y la noche oscura la envolvió en un vaivén, engañase ella misma creyendo que había luz donde solo había niebla; su alrededor, se inundaba de llanto, su vuelo se hacía más lento y su plumaje se opacaba de tristeza, ya no era el ave que creí conocer, el ave que volaba en cualquier cielo sin miedo a chocar, el ave que jugueteaba con los nidos de su pensamiento, donde quedo quien extendía sus alas y cubría de amor la morada de los ángeles. Quiero que vuelva el avecilla inocente que un día conocí, el ave que me enseño a vivir...
La vi caer en el sórdido mar, y arrastrase en sus impuras aguas, sin poder aminorar su dolor, entonces triste y acongojada por ver vencida al ave que amé, mire por última vez las olas inmensas, resignada a mi dolor, pero el latido constante de un corazón a lo lejos se pronunciaba y poco a poco más fuerte se escuchaba, era mi corazón, mi único consuelo al caminar, mi avecilla que nuevamente se elevaba del mar, majestuosa como sólo ella, imponente como ninguna, esa era la azabache mirada en la que confié, aunque su plumaje aún humedecido por el violento mar intentaba volar, aleteando y sin cansarse partió con fuerza al cielo y entre estrellas luminosas, retomó el vuelo seguro al diáfano que no le engaña, a la libertad que reconoce, al eterno mar celeste que no dejó de llamarla suya.
Al amanecer espere con ansias verla de nuevo, adornando el cielo con vuelo exótico, y embelesando al viento con su suave vaivén y ahí estaba ella, tan hermosa como siempre, con sus plumas brillantes y un trino hipnotizador, intentando e intentando ser el ave que tenía que ser, el ave transparente que vuela libre, el ave que acepta que aunque a veces cae, siempre se levanta con un corazón renovado y rebosante de alegría, que en su débil cuerpo Dios ha puesto magia y que ha de sacar día tras día, y que irradiará a todo ser que con ella conviva, y sobre todo siempre será consciente que su misión aun no termina y que siempre esperará con esperanza que llegue el medio día...
Patricia Herrera Castillo
Ahora sigue en la misma orilla donde por primera vez toque sus alas, en la misma playa donde aborde su aroma, en la misma noche donde escuche su llanto, su suavidad sigue intacta y su frescura embelesa al viento, todo el que la ve no deja de admirarla y yo que siempre la tuve y siempre la observo no dejo de pensar en la bendición que es tenerla, en lo feliz que soy sabiendo que a pesar que vuela sola y en tinieblas, nunca descansa, nunca se rinde y siempre aterriza en la misma orilla para tomar un rayo de ilusión y de alegría, a esperar con esperanza que llegue el medio día...
Entre tanto el ave blanquiazul revoloteaba en el firmamento, misma estrella de la noche negrusca y es que ella no le temía a la oscuridad, porque pareciese que volaba contenta en medio de nada y el simple hecho de ser libre (en cualquier cielo, turbado o no) la hacía verse aún más feliz. La majestuosa ave si duda hermosa entre muchas otras, dejaba rastro por donde iba, encendiendo luz en medio de sombras, alumbrando como el sol...
Fue tan bella, resplandeciente y transparente, nada la atemorizaba, ni la oscura noche, ni el ruidoso trueno, ni el fuerte huracán, siempre salía victoriosa de cada batalla, porque la peleaba con toda su alma, la luchaba aunque estuviera agotada, cálido abrazo sabía dar, sincera palabra solía pronunciar, sus ojos brillaban a la par que mencionaba a su creador, pero un día todo terminó...
La tormenta y el huracán la arrastraron como un papel, y la noche oscura la envolvió en un vaivén, engañase ella misma creyendo que había luz donde solo había niebla; su alrededor, se inundaba de llanto, su vuelo se hacía más lento y su plumaje se opacaba de tristeza, ya no era el ave que creí conocer, el ave que volaba en cualquier cielo sin miedo a chocar, el ave que jugueteaba con los nidos de su pensamiento, donde quedo quien extendía sus alas y cubría de amor la morada de los ángeles. Quiero que vuelva el avecilla inocente que un día conocí, el ave que me enseño a vivir...
La vi caer en el sórdido mar, y arrastrase en sus impuras aguas, sin poder aminorar su dolor, entonces triste y acongojada por ver vencida al ave que amé, mire por última vez las olas inmensas, resignada a mi dolor, pero el latido constante de un corazón a lo lejos se pronunciaba y poco a poco más fuerte se escuchaba, era mi corazón, mi único consuelo al caminar, mi avecilla que nuevamente se elevaba del mar, majestuosa como sólo ella, imponente como ninguna, esa era la azabache mirada en la que confié, aunque su plumaje aún humedecido por el violento mar intentaba volar, aleteando y sin cansarse partió con fuerza al cielo y entre estrellas luminosas, retomó el vuelo seguro al diáfano que no le engaña, a la libertad que reconoce, al eterno mar celeste que no dejó de llamarla suya.
Al amanecer espere con ansias verla de nuevo, adornando el cielo con vuelo exótico, y embelesando al viento con su suave vaivén y ahí estaba ella, tan hermosa como siempre, con sus plumas brillantes y un trino hipnotizador, intentando e intentando ser el ave que tenía que ser, el ave transparente que vuela libre, el ave que acepta que aunque a veces cae, siempre se levanta con un corazón renovado y rebosante de alegría, que en su débil cuerpo Dios ha puesto magia y que ha de sacar día tras día, y que irradiará a todo ser que con ella conviva, y sobre todo siempre será consciente que su misión aun no termina y que siempre esperará con esperanza que llegue el medio día...
Patricia Herrera Castillo
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